Nadie es imprescindible
Nadie es imprescindible en las instituciones, eso lo aprendí hace tiempo del padre Ramón Dubert, ese extraordinario sacerdote que formó generaciones de niños y jóvenes. Y pocos tenían y tienen la capacidad organizadora de Dubert, quien reconocía al dedillo las virtudes de las personas y las motivaba a desarrollarlas.
Nunca le gustaban aquellos que se consideraban el centro de todo, los que juraban que eran insustituibles, como si fueran el corazón de un cuerpo.
De mi parte, estimo desastrosa la presencia de los imprescindibles en las instituciones, especialmente cuando en ellas lo juzgan como tal, como si sintieran que sin ese súperhumano nada funcionaría, la máquina se quedaría sin motor, estarían desprotegidos, no se podría avanzar ni respirar…
Cuando la vida de un grupo depende de alguien, implica que sus integrantes deben revisarse, pues no se valoran como hijos de Dios que pueden trascender y ocupar relevantes espacios para hacer el bien. Por ello muchas instituciones intermedias –partidos políticos, sindicatos, clubes, etc.- perecen cuando desaparece su cabeza visible.
Y un real líder no busca ser la única estrella del firmamento, pues su obra la hace de manos con los demás. Decía Lao Tzu que “un líder es mejor cuando la gente apenas sabe que existe, cuando su trabajo está hecho y su meta cumplida, ellos dirán: lo hicimos nosotros".
Es cierto: no hay institución sin líder o líderes, pero eso solo es aplaudible si existe la capacidad de relevo, donde todos tengan la oportunidad de crecer, de caminar con sus propios pies y luchar por cumplir sus sueños.
El auténtico líder –que por serlo evita ser imprescindible- prepara las condiciones para que su ausencia no sea traumática, pudiendo ser reemplazado con relativa facilidad. El líder forma y promueve liderazgos.
En síntesis, en la sociedad los hombres y mujeres imprescindibles no existen, y si creemos que sí, no estamos bien.
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